No estamos viviendo el último virus, sino, tal vez, el primero de una nueva era de epidemias que vendrán no solo de la mano de la naturaleza, sino de la del hombre. No de la inteligencia, sino de la estupidez. No de la ingenuidad, sino de la maldad: Porque los terroristas deben estar tomando nota de la facilidad con que se puede inmovilizar a occidente, que ya no es una determinación geográfica, sino cultural, y el enemigo de todos los afiebrados, incluyendo los estados terroristas, que son los que tienen los recursos para fabricar y propagar armas tan sofisticadas.
Los antiyanquis del planeta (los de todas las denominaciones) deben estar fascinados con la facilidad con que podrían paralizar a Estados Unidos, sumergirlo en una recesión, arrinconarlo, y acabar con su detestado Wall Street. Ya no hacen faltan aviones para reventar el Word Trade Center, esto es más eficaz, podrían concluir.
La tentación es demasiado grande. Los que piensan que el miedo al auto contagio pudiera detenerlos, olvidan la legión de suicidas con que cuentan.
Ni siquiera la Internacional comunista, la exUnión Soviética, todos los movimientos subversivos, o Cuba, con el patrocinio de guerrillas, o su crisis de los misiles incluida, pudieron paralizar "al imperio" un solo día.
No me estoy haciendo eco de ninguna teoría conspirativa. Da igual si el coronavirus ha sido un hecho natural, un accidente que se escapó de un laboratorio, o algo intencional, el peligro no es este virus, sino el próximo. O la próxima toxina, la próxima bacteria, el próximo hongo, el próximo super insecto. ¿Qué harán nuestros gobernantes? ¿Volverán a detener el reloj? ¿O harán la vista gorda, como en un principio propusieron Andrés Manuel López Obrador, Bolsonaro, Ortega, o la Cuba castrista? Ni siquiera ellos, con sus poderes semimágicos, fueron inmunes al efecto dominó.
Lo que ha logrado el coronavirus es inédito, porque, aunque el hombre ha usado esta clase de armas desde que dominó el fuego y quemó a exprofeso el primer bosque, o la primera aldea vecina, su capacidad de hacer daño tenía fronteras. Hoy no.
Dicen que han encontrado evidencias de que los hititas, 1.500 años antes de Cristo, introdujeron intencionalmente apestados entre sus enemigos, y que los asirios envenenaron el agua de sus rivales con un hongo, parasito del centeno, llamado corzuelo. Pero no hay que ir tan lejos, la primera guerra mundial estuvo llena de gases químicos, y la reciente masacre de los Kurdos, y la Siria de Bashar al- Assad.
Kim Jon-un envenenó a su hermano hace poco ante los ojos del mundo: le dieron a oler un pañuelo y el peligroso heredero no duró media hora tras la inhalación del perfume. De ejemplos recientes podríamos llenar varias páginas: en ruso, en inglés, en chino o incluso en español. Todavía no se sabe con qué silencioso ruido los cubanos han dejado sorda a media embajada estadounidense.
Lo que estamos viviendo hoy marca el inicio de una nueva época. La de los actores invisibles. El peligro atómico ha pasado a un segundo plano. La amenaza biológica la ha desplazado. Un virus es más expansivo que cualquier bomba existente. Es peor que un cohete atómico porque al menos estos últimos se sabe dónde están emplazados, o de donde serían disparados, teóricamente se les puede interceptar o sirven para ubicar al enemigo. La extinción humana podría ser más silenciosa que el zambombazo nuclear. La otra cuenta que deben estar sacando los terroristas (los cuentapropistas y los estatales) es, ¿qué sale más barato, un arsenal atómico, o un centro de biotecnología como el de La Habana? ¿Unas cepas de viruela, o enriquecer uranio? ¿Un cohete, o un catarro fulminante?
Por eso, repito, que aquí lo inédito es la reacción en cadena, la cuarentena global, y el hecho de que los gobernantes, traicionando sus naturalezas, se hayan visto obligados a tomar medidas que van en contra de sus intereses económicos y del instinto político. Donald Trump expresó su preocupación con un viejo refrán: “el remedio no debe ser peor que la enfermedad”. Pero una cosa es lo que debe ser, y otra es lo que puede ser. ¿Y si dentro del próximo plazo, el próximo mes o el próximo año, no se encuentra una vacuna o una medicina? ¿Y si las cifras de infectados no bajan la famosa curva? ¿Seguiremos en cuarentena? ¿Cuánto más resistirá la economía? ¿Suspenderán las elecciones, como las clases? ¿Seguirá el planeta en vilo, o asumiremos los muertos como un daño colateral? Y la más inquietantes de todas las preguntas: ¿qué pasará con la próxima pandemia?
Nada sabemos. Nada podemos predecir. Por eso hay quien apuesta a que esta crisis acabe como tantas otras: con una nueva noticia que borre la anterior. ¿Quién habla ya de sustos anteriores?
Son tantas las dudas que es imposible escribir sobre el tema sin incurrir en alguna contradicción.
De todos los chistes que circulan por las redes el más ilustrativo es el del tipo que se pregunta: ¿no nos estarán engordando para comernos luego?
Quién sabe. A estas alturas, todo es posible.
FUENTE: diariolasamericas.com / Por Juan Manuel Cao