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Pablo Milanés

OPINION | EN TORNO A LA MUERTE DE PABLO MILANES.  ¿DE DONDE SON LOS CANTANTES?

Tomado del capítulo 12 del libro de crónicas El Impertinente

americateve | Juan Manuel Cao
Por Juan Manuel Cao

Todos los cubanos son músicos. Y poetas también. La música forma parte de la vida común. Una guitarra convoca tanto como un líder político. Pero donde los discursos dividen, la canción une. A veces. Cuba ha puesto a bailar al mundo entero con sus ritmos, pero en la isla el baile es cosa seria. Tiene razones más profundas que la mera diversión.

Antes de la revolución, la música popular cubana había escapado, generalmente, de la controversia ideológica. Lo que sucede es que los totalitarismos no dejan cabo suelto, mucho menos una pasión popular. El régimen dividió la vida cultural entre los que se alinearon y los que se alienaron, es decir: entre los que se quedaron y los que se fueron, ya sea del país o del sistema.

Por eso, los que nacieron después del cisma, se quedaron sin escuchar, ver o leer a grandes artistas tachados de traidores. Crecieron al ritmo de otros tiempos. Y esos tiempos parieron una nueva canción. Los medios masivos, monopolizados por el Estado, privilegiaron los himnos a las melodías amorosas, los temas áridos a la sana cursilería, la guerra al sospechoso amor, los desfiles a los bailes.

No es de extrañar que en tales circunstancias, esa nueva canción saliera con un regusto amargo; con la alegría, que fue en el pasado cercano su característica fundamental, perdida en un mar de lamentos.

Enferma de trascendencia la Nueva Trova alcanzó sus mejores momentos cuando se volvió intimista (La vida no vale nada, Réquiem, etc). Hijos de la doble moral, los cantautores no fueron la excepción, sino la regla. En eso se parecían a su público. Entre ambos había un entendimiento tácito. Pero la distancia rompe el hechizo. Y cuando uno se aleja, física o emocionalmente, siente necesidad de formularle a estos grandes artistas, algunas preguntas simples. Como la que le hice a Pablo Milanés en Puerto Rico: ¿Por qué un artista tan bueno, apoya una causa tan mala?

Fue a finales del siglo XX, cuando parecía que la dictadura castrista se iba a pique y algunos empezaron a prepararse para sobrevivir el naufragio. El muro de Berlín se había venido abajo y hasta la indestructible Unión Soviética se rompía en pedazos. Pablo Milanés envió varias señales de humo. Empezó a elogiar incluso a sus amigos de Miami, quienes de repente ya no eran tan malos, sino parte de la nación disgregada. Ya no eran la gusanera, la escoria, o la mafia, sino hijos del mismo pueblo. Fiel a su trayectoria dubitativa, colocaba un pie en cada orilla.

Me le acerqué en la Universidad de San Juan, donde terminaba de charlar con los estudiantes.

- ¡Se le ha visto con un poco de espíritu de reconciliación!

La pregunta estaba implícita en la afirmación.

- Sí - confirmó - ése es el espíritu que tenemos todos los cubanos.

- ¡Pero no siempre ha sido así! - otra vez pregunté afirmando.

- No. Siempre no ha sido así. - respondió, comprendiendo el mensaje - Simplemente que la historia pasa. Los pueblos tienen que entender, las personas tienen que entender, y ese es el espíritu en que estamos todos: los de allá y los de acá.

- ¿Podemos decir que hay un Pablo nuevo?

- ¡Sí, cómo no!

Yo estaba asombrado, me parecía una declaración atrevida, en cierto modo una deserción, al menos espiritualmente. Pero mi camarógrafo, el puertorriqueño Julián Zamora, graduado de periodismo y aspirante entonces al magnífico reportero que ha sido luego, decidió lanzar una pregunta que le aguó la respuesta al trovador.

JJ, como le apodábamos a Julián, tuvo la impresión de que nuestro diálogo estaba lleno de demasiados sobrentendidos; que no éramos claros, ni Pablo, ni yo. Por lo tanto, cuando el cantante afirmó que efectivamente, era un hombre nuevo, JJ lo invitó a definirse.

- ¿Más democrático? - preguntó, sin apenas separar el ojo del visor de la cámara.

Pablo Milanés, que estaba ya sentado en el auto, a la derecha del chofer, resopló, hizo una pausa, tomó el micrófono con mi mano incluida y respondió a disgusto.

- La palabra democrático es algo que no entiendo ahora mismo porque es una palabra muy manipulada.

- Por ejemplo - dije, montándome en el tono que le había impreso mi camarógrafo a la entrevista- elecciones en Cuba, una nueva oportunidad a la nueva generación, a los que nos hemos tenido que ir de Cuba a causa de una dictadura.

- Es que esas palabras ahora, en estos momentos, no caben. No estamos hablando de esos temas. Si quieres en otro momento hablamos de cosas más profundas. Pero acabo de salir de un acto con los universitarios - se justificó, con una sonrisa nerviosa.

- ¡Le tomo la palabra! ¡Me encantaría! - le dije.

Y nuevamente la voz de JJ buscando precisiones.

- ¿Cuándo puede ser?

- Cuando quieran, antes de irme - aseguró Pablo con la amabilidad de quien no tiene la menor intención de honrar su promesa.

A mi lado, los universitarios, con las perennes camisetas del Che Guevara, pedían autógrafos. El automóvil se marchó.

A la noche siguiente, después del concierto, lo esperé. Pablo Milanés cantaba cada día mejor, escogía con más cuidado sus músicos y componía con mayor refinamiento. Algunas canciones me devolvieron a mis años anteriores al destierro, me dieron un manotazo nostálgico. Otras, como siempre, me desagradaron por su carga de oportunismo político. Uno de sus representantes en Puerto Rico, al ver que disfrutaba del espectáculo, se confundió, y me acercó amablemente a la puerta del camerino. No creo que el cantautor esperara este segundo encuentro, lo noté deseoso de evadirme, así que allí mismo, de pie, le recordé.

- Pablo me prometió una entrevista y estoy aquí cumpliendo - hice una breve pausa y seguí diciendo- son superficiales las preguntas rápidas, y le voy a ser sincero, para no robar su tiempo. Como cubano, escuchando el concierto, que ha sido magnifico, me pregunto: ¿Cómo un artista tan bueno, puede apoyar una causa tan mala?

No tuve que aclarar cual era la causa mala. Palideció un poco, y se le quebró ligeramente la voz.

- No estoy de acuerdo en absoluto contigo... entonces. ¿Cómo iniciar un diálogo donde no estamos de acuerdo? - me respondió a la defensiva.

Y entendí que ése era un concepto intolerante: hablar sólo con quienes están de acuerdo con uno.

Por ejemplo, - dije, pensando en la canción que esa noche él había dedicado a los independentistas puertorriqueños- cuando hablo de causa mala, hablo de los presos políticos que han agonizado en las cárceles cubanas sin merecer una canción suya, siquiera como alivio.

- No estoy de acuerdo en absoluto contigo.

- ¿Esa canción existe?

- Te estás valiendo de la sorpresa, te estás valiendo de que estamos en un momento en que nos...

- No. Pero me gustaría conversarlo.

- Cuando yo te conteste como debe ser tú lo vas a editar. Lo vas a editar a tu gusto.

- No. Esto es sin editar. ¡Conteste como quiera, libremente!

- ¡Tú no estás tirando en directo!

Empezaron a alzarse voces de protesta.

- No lo voy a editar -le garanticé- ¡Conteste libremente! No lo voy a editar. Libremente - insistí.

- No vale la pena - concluyó Pablo Milanés.

- ¿Por qué no vale la pena? - le pregunté antes de que me dejara con la palabra en la boca.

Lo que vino después fue lo de siempre: el forcejeo y las recriminaciones. Y uno a tratar de torear a los airados, a los que en cualquier época y lugar, han justificado las tiranías.

Mucho más tranquila fue la conversación que tuve con Joan Manuel Serrat, pero tampoco exenta de tensión. Serrat fue el padre de la Nueva Trova cubana. Puede que no sea estrictamente así, pero su condición de español, le garantizó (en un sistema donde ya los extranjeros empezaban a tener más derechos que los nativos) una difusión con la que los fundadores del movimiento cubano no contaron desde un inicio. Me refiero a finales de los sesenta y gran parte de los setenta. Serrat tenía, además, una discografía, cuando los guitarreros nuestros apenas conseguían tribuna, y no disfrutaban del acceso a lo que Silvio Rodríguez llamó entonces con ironía “los mercados grandes de la palabra”.

Tuvieron que pasar muchos años para que Joan Manuel Serrat incluyera por primera vez Miami dentro de su gira americana. Fue en 1994. El comunismo se deshacía en Europa y en Cuba se producía la gran crisis migratoria de los balseros hacia la península de La Florida. En el exilio algunos propusieron boicotear el concierto. Escribí un artículo en defensa de la presentación y del derecho del público a asistir libremente a ella. Serrat me llamó por teléfono. Se las arregló para dar con mi número y agradecerme el escrito. Aproveché para concertar una entrevista. Me concedió seis minutos, entre bambalinas, justo antes de levantarse el telón.

- Su artículo me ha parecido muy tolerante y hoy en día creo que es lo que más falta hace. En estos momentos - me recalcó Serrat.

- Hablando de tolerancia -le tomé la palabra-, cantar en Miami; ¿tiene algún mensaje más allá de cantar en Miami?

- Sí, evidentemente. Para mí tiene todos los ingredientes de un debut. Pero no solamente de un debut artístico, de un debut personal. Y tiene todas las características que el mismo Miami, en él mismo, con lo que históricamente ha representado y sigue representando. Pues, evidentemente que es distinto. Lo que aspiro es que deje de ser distinto.

- ¿Y Cuba? ¿También aspira a que deje de ser distinta?

- Yo creo que Cuba va siendo distinta. La realidad se va ocupando de que las cosas sean distintas. Nunca son iguales las cosas.

Recordé a mi primo, el Doctor Andrés Cao Mendiguren, que estuvo 17 años preso en Cuba y que un día nos sorprendió pidiéndonos, desde la cárcel, un disco de Serrat. No tenía donde escucharlo, pero sabía que en la carátula venían las letras.

- ¿Se imaginó usted alguna vez, cuando cantaba en Cuba, que presos políticos, anticastristas totalmente, podían escuchar o cantar sus canciones, como símbolos anticastristas; pedir sus discos, y que su canción tenía un mensaje (para ellos) totalmente distinto al que podía pensar la izquierda hispanoamericana?

- Mire. Cuando yo escribo canciones, las hago para que sirvan al hombre, para que sirvan al hombre en lo mejor de sus sentimientos, porque las hago a partir de lo mejor de mis sentimientos y en la medida de que puedan serle útiles a ellos, yo me siento útil. Es muy duro tener que pensar que alguien puede estar preso por mantener una idea política tolerante. Sea donde sea.

- Me gustaría hablar más de sus canciones.

- No hemos empezado a hablar de mis canciones.

- Por eso mismo. ¡Pero como me dice que tenemos sólo seis minutos! Hay un público que quiere aclarar ciertas cosas. La gente me dice en la calle: Serrat es comunista, Serrat es pro-castrista, Serrat apoya una dictadura. ¿Es eso verdad?

- Serrat jamás apoyó las dictaduras, Serrat jamás fue comunista, Serrat fue un hombre que cree en América Latina y cree en la libertad de los pueblos de América Latina.

- ¿Cuando iba a Cuba no era un gesto de solidaridad con la revolución cubana?

- Sí. Era un gesto absolutamente de solidaridad con la revolución cubana y con todo lo que la revolución cubana significaba para mí en defensa de... del hombre. Yo estaba convencido de este tipo de... de funcionamiento. Lo cual no quiere decir que yo fuera comunista. Piense que yo vivía en España. Vivíamos en un proceso de dictadura y...

Hizo un silencio y se tocó la nariz. Yo estuve tentado de señalarle que para calificar el franquismo no había medido las palabras, algo que me parecía muy bien; y me entró la duda de si, puesto en la disyuntiva, estaría dispuesto a calificar de dictadura el castrismo. Tuve que dejar la prueba para más adelante porque en ese momento Serrat declaró.

- ¡Pero a mí lo único que me importa en estos momentos, por encima de cualquier cosa, se lo aseguro, lo único que me importa, es el futuro de Cuba. Y el futuro es lo que afecta a todos y cada uno de los cubanos de los que... y creo que, de todos aquellos que amamos a Cuba y que amamos a los cubanos, y de todos aquellos que nos sentimos y nos hemos sentido históricamente implicados; y por tanto, a mí lo único que en estos momentos me importa es trabajar; trabajar por lo que pueda ser el acercamiento de los diferentes puntos de vista, de las diferentes ideas de todos y cada uno de los cubanos a partir de la cordura y a partir del amor a Cuba. Y amar a Cuba en estos momentos quiere decir tolerancia. Para mí quiere decir diálogo, quiere decir comprensión, y esto implica una actitud evidentemente generosa, dentro y fuera de la isla.

- ¿O sea, que piensa que el país necesita un cambio?

- No, lo que pienso es que necesita sobre todo un cambio de actitud dentro y fuera de la isla, para que se pueda producir un avance. Creo que hace falta una actitud solidaria, de alguna manera. Bueno, solidaria, de momento de acercamiento, de momento hace falta una actitud de diálogo, hace falta una a actitud de comprensión y por tanto hace falta una actitud inteligente en este sentido. Porque creo que los principales enemigos que Cuba tiene son, por encima de cualquier otro, la cerrazón que puedan mantener, intolerantes, dentro y fuera; la actitud de alguna manera agresiva y violenta que los intolerantes puedan predicar. Y lo creo porque, mire usted, el odio y el rencor, siempre fueron malos compañeros de viaje, y no creo que puedan ayudar absolutamente a nada. Además lo creo por otra razón: porque nadie en este mundo, nadie tiene la verdad absoluta. ¡Nadie! En nada, tiene la verdad absoluta. Solamente los locos y los iluminados creen que tienen la verdad absoluta. Y a partir de esto, yo solamente creo en el diálogo de las gentes para poder de alguna manera adecuar y sacar realmente todo aquello que los cubanos tienen de hermoso. Y además, yo tengo confianza. ¿Qué quiere que le diga? Yo confío en que los cubanos sabrán sacar lo mejor de ellos mismos, los de dentro y los de fuera, para que esto pueda producirse.

- Por último - le dije- para no robarle más tiempo, que sé que empieza ahora su concierto. Lo escuchábamos en Cuba durante mucho tiempo y me cuentan que usted afuera era un gran activista por la democracia en Chile. Incluso que le tenían prohibido que fuera a allá, durante mucho tiempo: Pinochet. Hoy hay gente, en el público, yo hablaba algo de eso en el artículo, que mataría por escucharle decir una frase aunque sea por la democracia, o por los presos políticos o por la libertad de Cuba. No escondida detrás de un lenguaje metafórico ¿no?, sino claramente. ¿Va a suceder algo de eso? ¿O no es necesario?

- No. Yo se lo puedo decir aquí. Yo diría que si usted hablaba de Pinochet. Yo le preguntaría por qué el camino que se siguió para que Chile llegara a los caminos de la democracia no es posible seguirlo en el caso de Cuba. ¿Por qué este agravio comparativo no puede existir? Usted ha dado exactamente un ejemplo que podría ser válido si realmente hubiera un diálogo, hubiera un acercamiento y una generosidad.

No sé por qué pero me dio la impresión de que estaba regañando solamente a una parte de los involucrados en el conflicto, como si fuera la oposición y no el régimen de La Habana el principal enemigo de un verdadero diálogo. Por eso le pregunté.

- ¿La recomendación de diálogo es también para Fidel Castro, que se niega a hacer cualquier diálogo?

- Mire, yo creo que... el diálogo... yo creo que en el diálogo no se puede excluir a nadie. Un diálogo excluyente ya no es un diálogo. Es decir si empezamos...

Me volvió a dar la impresión de que se iba por las ramas y que lo hacía refiriéndose a un sector del exilio que había planteado la fórmula de dialogar con cualquiera menos con los hermanos Castro. Por eso le interrumpí.

- No. Él, él, [Fidel Castro] que no quiere dialogar.

- Esto, esto, ya nos sentamos y entramos en otra historia, es decir, yo cuando hablo, yo hablo del diálogo, creo que debería ser a partir de todos. Yo no soy portavoz de Fidel Castro, ni puedo decirle si él, ni sé si él quiere o no quiere dialogar. Esto, los interlocutores cubanos sabrán. ¡No sé si los que se entrevistaron, por ejemplo, con Robaina en Madrid, pues podrán contar cosas de estas. Yo creo que a partir de actos como el que ocurrió en Madrid hace dos meses, pues creo que es a partir del que tienen que suceder la cosas.

Se refería a una conversación que se había producido hacía poco en España entre algunos exiliados y el canciller castrista Roberto Robaina. Irónicamente ése había sido un encuentro absolutamente excluyente, en el que el régimen de La Habana no sólo dictó la agenda sino que escogió a sus interlocutores. A gran parte de los demócratas cubanos les quedó claro que aquello era una cortina de humo para consumo exterior y no el verdadero diálogo que entusiasmaba a Serrat. Intenté precisar.

- ¿Serrat piensa que en Cuba hay una tiranía? ¿Que Fidel Castro es un dictador? ¿Que debe haber unas elecciones democráticas o un cambio hacia la democracia? La gente quiere saber esas cosas, porque no está muy claro.

Pero Joan Manuel Serrat, que nunca ha tenido ningún problema a la hora de llamar dictadores a Franco o a Pinochet, evitó calificar a Castro.

- Yo le diría que yo soy un demócrata. Creo en la democracia y creo que la democracia es el menos malo de los sistemas políticos en los que las gentes debe vivir. Y creo que la democracia está basada en el gobierno del pueblo, como dice exactamente su etimología y creo que evidentemente la democracia no vale si no es a partir de la integración de todos.

¿Y si lo tenía tan claro -me pregunté en silencio- por qué tantas vueltas? Decidí dar por terminada la entrevista, a partir de ese momento cualquier otra pregunta hubiese sido una impertinencia. De todas maneras habíamos hablado más de seis minutos.

- Bueno, muchas gracias, no le robo más tiempo -me despedí.

Antes de salir a escena, con el teatro repleto y sin ningún incidente a la vista, Serrat, a quien al parecer le habían dicho que en Miami se lo comerían vivo, me comentó.

- Yo creo que para mí ha sido muy bueno este viaje porque de alguna manera he visto las cosas. Las cosas hay que verlas siempre de cerca.

Por supuesto que las aguas habrían estado menos calmadas de ser Silvio Rodríguez y no Serrat el que se presentara en Miami. Silvio había amenazado con un recital en la capital del exilio y esa sola posibilidad levantó una encendida polémica. Y es que Silvio, como Pablo, era además de artista, miembro del parlamento, lo que hacía muy difícil utilizar en su defensa el socorrido argumento de que el arte y la política no se debían mezclar. Ellos mismos lo hacían en los textos de sus composiciones. Pablo llegó a cantar cosas como ésta: “Bolívar lanzó una estrella que junto a Martí brilló, Fidel la dignificó para andar por estas tierras.” Y Silvio, menos panfletario, aseguraba en otra canción: “Vivo en un país libre, cual solamente puede ser libre, en esta tierra, en este instante, y soy feliz porque soy gigante”.

Sin embargo, Silvio Rodríguez, siempre misterioso, ha dejado más ventanas abiertas a la libre interpretación. Y me parece que ha tenido mayor cuidado a la hora de embarrar su obra con consignas. No así sus actos. Fui en la adolescencia un rendido admirador suyo y un estudioso no solamente de sus elogiados textos sino también de su quehacer musical. Los seguidores de la Nueva Trova nos dividíamos entonces en silviólogos y pablistas, para decirlo de alguna manera. Yo pertenecía a los primeros. Silvio era para mí un hechicero, y resultaba asombroso que con aquella voz quebradiza y nasal, aquel mal aspecto y peor carácter, sin músicos acompañantes, y tan solo a golpe de guitarra, se metiera la audiencia en un bolsillo. Era la negación de lo que en aquellos tiempos se suponía debía ser un cantante triunfador. Pablo, por el contrario, siempre tuvo buena voz, parecía mejor persona y sus canciones, hijas del bolero clásico y del bolero feeling, estaban llenas de referencias musicales que eran reconocibles para el oído medio del cubano. Hasta cierto punto resultaba lógico que tuviera éxito. No así el otro. Las canciones de Silvio, incluso musicalmente, sonaban mucho más raras, no se parecían a nada muy conocido en aquella isla. Fue, en su contexto, un innovador radical. Por eso ha tenido tantos imitadores.

Pero Silvio Rodríguez no vino a Miami, sino a San Juan de Puerto Rico, y a mí me enviaron a tratar de entrevistarlo. No me le pude acercar hasta después del concierto. Le monté guardia en el lobby del hotel, y cuando apareció, en lugar de esquinarlo con dos o tres preguntas de barricada, traté de concertar con él una entrevista a fondo, en la que nos pudiéramos sentar con suficiente tiempo para hablar no sólo de política, sino también de su obra y de su vida. Esa era mi aspiración. Silvio prometió un segundo encuentro que yo sabía que nunca se iba a producir.

Esa noche, en un bar del Condado, me tropecé a Hansel, uno de los más inspirados soneros del exilio. A la tercera copa comenzamos a cantar viejos y almibarados boleros. En la barra semivacía aplaudían, burlones, los empleados de turno. Cuando apagaron las luces nos fuimos a caminar por El Viejo San Juan y en lugar del emblemático himno de Noel Estrada, cantamos a toda voz, el son de Titti Sotto que el propio Hansel y su compañero Raúl habían popularizado:

No importa lo que suceda

y aunque en Miami me muera,

mi alma se irá volando

para una esquina habanera”.

Un mendigo que dormía en un banco del parque, más ebrio que nosotros, nos mandó a callar

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Por Juan Manuel Cao

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